DE PIEDRA


Me habían comentado que el dolor de un cólico renal es, para el género masculino, lo más parecido al trabajo de parto.
Helo ahí, golpea su cabeza contra la pared en una suerte de rito autista.
Su cuerpo está arrugado por las horas pasadas bajo el agua intentando amainar “tamaño padecimiento”. El rostro denota una intensa fatiga; la continua lamentación ha conseguido gracias al sostenutto, agujerear la membrana del tímpano (de mis dos ¿eh?).
La casa gira en torno a sus duchas, inyecciones y, a la espera de encontrar en la orina, pelela mediante, la tan desgraciada piedrita. Piedrita que no nace.
Y sigue la tortura marital durante una semana.
¿Que los hombres son superiores a las mujeres?
¡Andá a parir!



CAMBIOS


A Monique Sanmiguel de Miguel, mujer que también conoce de ciertos "malabarismos" para intentar llegar a buen puerto.



Veo muy poca televisión. Pero hete aquí que hoy estaba encendida y mi sagaz oído se percató del tema a tratar en uno de esos famosos talk show venezolanos: “Manteniendo la pasión en el matrimonio”. Como quien no quiere la cosa y haciendo uso de mi mayor disimulo, me dispuse a escuchar (los ocho años de matrimonio en mi haber ameritaban que descansase el culo un rato e hiciese caso omiso a mi defenestración del gremio cholulaje).
Les comento, en un pequeño resumen, las máximas emitidas por ese panel de señoras de su hogar:

-“Nunca le recibas con olor a comida. No debe haber nada más desagradable para tu hombre que llegar del trabajo esperando un beso y sentir que besa a una cebolla”.

-“Espérale siempre con una sonrisa. Él no quiere llegar a casa después de un día agotador y tener por recibimiento un rosario de reclamos o problemas hogareños”.

-“Date tiempo para la pareja. Noches especiales con ropa especial, una buena cena preparada con amor, mimos, champagne y mucha imaginación “.

-“Educa a tus hijos para que respeten los tiempos y la intimidad de sus padres”.

-“Estáte siempre linda, durita y rozagante, para que no se tiente afuera”

Las vidas que exhibían resultaban totalmente excitantes. Me puse a pensar que, al parecer, ninguna de estas mujeres registraba en sus días botones descosidos, períodos menstruales, cueritos rotos en canillas, cuentas impagas colgadas en la heladera, trabajos a contra-reloj, hijos que no obedecen, títulos universitarios truncos, maridos adictos al trabajo y una larga lista de etcéteras. Seguramente yo era una de “ésas” que se complican la vida con nimiedades.
Estaba decidido. Mañana comenzaría mi nueva vida poniendo en uso estas máximas.


Ponerse en marcha

El día amaneció como cualquier otro: los chicos al colegio, él y yo a trabajar. Debía enfrentarlo con la mayor calma posible.
Todo era asunto de organización, ya que el cambio comenzaría por la tarde.


De taquito

Como un piano afinado, habían transcurrido las horas, hasta ese preciso momento.
Los gritos anticiparon la llegada de los chicos del colegio. Mantendría la calma.
Convoqué a reunión y haciendo uso de mis conocimientos de psicología infantil, traté de explicarles (explicar, uno explica, lo difícil es que entiendan) todo lo referente acerca de respetar a los demás cuando están ocupados, aprender a usar el tiempo sin depender siempre de mamá, etc., etc., etc. Ya estaba. Se los había dicho madura y claramente. El piano seguiría sonando.


Calentando los motores

Siguiendo el consejo de las venezolanas, llamé a mi marido al trabajo (casi nunca lo hago, para no interferir con sus ocupaciones). Hoy sí, porque iba a “preparar el terreno”.
—¡Hola amor! Te amo.
—¿Eh?... Estoy en reunión.
— Hoy a la noche tenemos sorpresa (poniendo mi voz más sensual)
— Yo, tengo fútbol.
— No importa, tenemos sorpresa igual. Te amo, te lleno de besos...
— Chau.
No había resultado en lo más mínimo la comunicación sexy y apasionante que comentaban estas mujeres (ni medio”cuchi-cuchi”, pimpollito y, menos, un “cuando te agarre te hago ver el firmamento”).

Eso llamado culpa

Era hora de comenzar con las tareas escolares. Hoy, vacaciones a la acostumbrada educación que acompaña tales menesteres. Tenían que terminar, y rápido. Nada de “prolijito y hacé linda letra”, investigaciones especiales o tomas de responsabilidad. Usaría la extorsión de ser necesaria. Y lo fue. Cinco pesos por cabeza. Miento, seis al que primero terminara.
Estaba dando los últimos toques a la cena cuando aparece mi primogénito con una cara de desolación que era para rasgarse las vestiduras:
— Mami, ¿sabés lo que me hizo Julieta? (es su “enamorada”).
— Mi amor, ¿de qué hablamos hace un rato? Mami está cocinando y apuradísima. Mañana me contás.
Verlo irse con carita de mal de amores, me tildó. ¿Qué le habrá hecho esa desgraciada? Pero hoy me tenía que permitir una dosis de egoísmo, era mi día.
El “salmón chablis” estaba listo. Pocas veces me había salido mejor, pero se presentaba un problema, no conocía extractor alguno que acabara con semejante olor a pescado. A no desesperar, me dije, y prendí cuanto sahumerio, hornito, o vela aromática encontré a mano. Quien llegara en ese momento iba a pensar que había cambiado de religión, la casa parecía un templo budista. Intentando sortear la humareda casi termino estampada contra uno de mis hijos, que tampoco encontraba su rumbo pero, nada de olor a comida enunciaba el tratado sobre la pasión.
La cena de los chicos no debería presentarme tampoco un sumidero de tiempo. Las vitaminas, proteínas y pirámide nutricional, las dejaría para otro momento. ¡Sandwiches se imponen! decidí con remordimiento pensando en las porquerías que comen en el colegio, pero el "sin humo ni olor" terminó de convencerme. Un par de días más así y mi marido no iría a mirar nada afuera pero, seguramente, estas criaturas saldrían a buscar otra madre.
Bañaditos, mal comiditos, ¡a descansar!, y después del beso de las buenas noches ataqué otra vez. Mamá tenía que hacer cosas, no se levantaría nadie de la cama, dormirían tranquilos y en paz con el angelito de la guarda, porque había llegado MI tiempo (¡bah! mentiritas, les dije con cara maquiavélica: —Al primero que molesta, lo ahogo con la almohada).

La cuenta regresiva

¡Al fin sola! Llené la bañera y me sumergí en los exquisitos aceites aromáticos. Era el momento del esperado relax.
El sonido del teléfono interfirió en mi control mental, había olvidado traer el inalámbrico.
— ¡Chicos, atiendan!.
— Pero si dijiste que no se nos ocurriera levantarnos de la cama.
— Ahora digo que alguno se levante y atienda.
— ¡Voy yo!
— ¡No!, me dijo a mí.
— ¡No!, a mí.
— No se peleen más y atiendan.
— Mami, cortaron.
— ¡A la cama!
— Pero si nos acabás de decir que nos levantáramos.
— ¡Santo Cristo!, a la cama.
¡Calma ven a mí, es la primera noche del espejo del resto de mis noches!
Los aceites aromáticos cumplieron con su cometido. Después llegó el turno de las cremas y el maquillaje.
Estaba terminando de ponerme esa ropa interior tan especial que había comprado para la ocasión cuando escucho un grito que significaba que alguno de mis hijos estaba matando a otro. Agarré lo primero que tenía a mano y salí corriendo para el cuarto. Prendí la luz. Silencio absoluto. Tres pares de ojos me miraban atónitos. En el apuro, olvidé prenderme la bata.
— Mami, ¿qué te pusiste?
— Nada, mi amor.
— ¿Qué es eso rojo con puntillitas?
A esta altura de los acontecimientos, ya estaba jugada.
— Si se callan y se duermen, mañana les compro un premio.
No era nada pedagógico aunque, definitivamente, resultaba eficaz. Entre la extorsión de la tarea y la de ahora, sería una noche muy cara.
Lo conseguí al fin. Silencio absoluto y tres niños durmiendo plácidamente.
Sólo restaba esperar su llegada que, por ese maldito fútbol, se estaba retrasando.
Prendí las velas, puse música y el balde de champagne sobre la mesa.
Mientras fumaba, no sin impaciencia, reparé en que ya eran las once y media de la noche del viernes. Mañana sábado, a las ocho de la mañana, debía estar presta para llevar (obviamente, yo) a los chicos a un campamento.
Pero no importaba nada de nada, sería un sueño más (mucho más) que justificado.

La revelación

El auto. Las llaves. Mi nueva vida estaba a punto de comenzar.
Abrió la puerta y, al verlo, el alma y la pasión comulgaron con el suelo. Su imagen deportiva no era exactamente la de Jean Claude Van Dame (vale aclarar, jamás vi un culo masculino tan majestuoso como el de Van Dame)
Dejó el bolso en el sillón, al mismo tiempo que, literalmente, se cagaba de risa.
Se debía notar pese al maquillaje, mi cara de destruida debido a la maratón faraónica pro – pasión, y se notaba a la legua su “día de terror laboral-cansancio deportivo-no estoy para joda ni en pedo”.
Caímos rendidos en la cama.
¿El salmón? Bien, gracias. Terminó en el freezer; el señor ya se había comido un choripán con los chochamus en un puestito de la Costanera. ¿El champagne? También bien, gracias nuevamente. Con sólo oler el corcho, mañana no me despertaría ni el campanario de Notre Damme.
En fin, no somos venezolanos, ni vivimos en Venezuela y esa vida de la que alardean ellas debe ser producto, pura y exclusivamente, de alguna diferencia climatológica.
Porque acá, en el sur del conito sur, se me complica un poco. Está visto.



SIN PALO Y SIN VARITA, DICEN QUE CASTIGA


26 de febrero de 2001

Sr. Juez:

Considero a lugar, para su mayor comprensión de cómo se fueron desencadenando los hechos, hacer una breve reseña de mi infancia.
Provengo de una familia de clase media que podríamos calificar como “medianamente” normal. Niña de barrio que, queriendo escapar de la mitad anormal que conformaba su entorno, se dedicó de lleno a los juegos fantasiosos correspondientes a su edad.
Tomaba la merienda (vainillas con leche chocolatada) absorta en la serie de moda que se emitía por televisión en ese horario: “El Zorro”, embelesada por el personaje que, todo vestido de negro, esgrimía su espada en protección de los más indefensos.
Entre meriendas y juegos en la vereda con los chicos del barrio (de los cuales las niñas siempre salíamos mal paradas) mi héroe televisivo ayudó a gestar a mi heroína infantil. Así nació “La Paloma”. Yo. Vestida íntegramente de blanco -capa y sombrero incluidos- hacía mi aparición sobre aquellas cabinas para guardar los tubos de gas, inexistentes en la actualidad. Es el día de hoy que no entiendo por qué siempre aparecía sobre ese escenario, pero la duda no viene al caso. Cada vez que alguna de mis compañeritas de juego quedaba en aprietos a merced de las malicias de los varones, cerraba los ojos y “Ella”, inmaculadamente blanca, entraba en acción desde las alturas gasistas. Luego de los salvatajes pertinentes, la infaltable “P”marcada a punta de espada.
De más está decir, Su Señoría, que La Paloma existió tan sólo en mi imaginación, y que, todo lo anteriormente mencionado fue producto de la misma. No me caractericé nunca por lo osada o audaz. Más adelante, con el cambio de moda, gestaría una “Mujer Maravilla”, pero este segundo intento tampoco le hace al caso.

Así como lo había hecho de niña, ya adulta, lo mío fue también limitarme a cerrar los ojos e imaginar. Pero me daría cuenta que cerrar los ojos no alcanza para tapar los oídos.
No formé una familia. No tuve relaciones estables con hombres. Mi vida se confinó a ocupar lugares detrás de escritorios, que fueron varios. Primero, en un Banco; le siguieron una Compañía de seguros y unos cuantos más, hasta terminar donde me hallaba empleada al momento de los hechos: como secretaria de un médico psiquiatra.
Mire que yo le advertí al doctor en varias oportunidades que se escuchaba a la perfección todo parlamento con sus pacientes aún estando él en su consultorio con la puerta cerrada. Le propuse poner música en la sala de espera, no sólo por mí, sino también por las personas que en esa sala, como lo dice su nombre, esperaban. Me daba un poco de pudor conocer tan íntimamente vidas ajenas. El doctor no me llevó el apunte.
Mi trabajo era demasiado tranquilo, así que, ahora sin tanta culpa, comencé a prestar atención detallada a las vidas ajenas. Después de un tiempo de trabajar ahí, ya casi reconocía las patologías de inmediato (siempre tuve un gran interés por el tema)
No tiene usted idea lo expectante que estaba de la frase con que él siempre iniciaba una primera sesión: —¿Qué la trae por acá?
El "la" no es casual, ya que a través de tres años logré comprobar que sólo parecen tener problemas las mujeres. Los pocos pacientes masculinos irrumpían en estado límite. Adictos, alcohólicos, algún que otro quebrado. Jamás un: —No sé que me anda pasando, doctor, me siento un tanto triste— ( o cansado/ deprimido/ preocupado/ raro/ insatisfecho y etcéteras. Estados que parecen pertenecer en exclusividad al género femenino). O sea que, cuando alguno llegaba era para tratar de reconstruir el Sarajevo que había logrado de su vida, dedicarse (casi siempre imposible) a limpiar el excremento salpicado para los cuatro puntos cardinales y, muchas veces también, prestar higiénico (entiéndase papel) para limpiar los rostros de las tantas personas cercanas damnificadas por la explosión.

Doctor: —¿Qué la trae por acá?
Ella: —No sé muy bien. Mi marido (amante, novio o pareja) anda con problemas de salud, no duerme, trabaja como un energúmeno, está siempre de mal humor, con contracturas, se le cae el pelo, empezó a tomar alcohol. ¿Qué me está pasando, doctor?
Doctor: — A usted no sé, únicamente me contó lo que le pasa a él.
Ella: — Pero si a él le pasa todo esto, es que yo algo mal estoy haciendo, ¿ no le parece? Él es un sol. Si hasta estoy acá por sugerencia suya. La semana pasada estábamos en el sanatorio porque tuvo un infarto. Me vio tan nerviosa que me dijo: — Gorda, que te parece si te buscás un analista. Me presionás mucho preocupándote por boludeces — ¿Vio? la que molesta soy yo.
Doctor: — Reitero la pregunta, ¿qué le pasa a usted?
Ella (llorando): —Soy un desastre, doctor. Él se mata trabajando para que tengamos todo y yo lo único que hago es pensar: para qué tener tanto si no hay tiempo para disfrutarlo, no ve a los chicos más que una hora por día. Ya ni relaciones tenemos. Claro, está agotado por el trabajo. Vive viajando. Una desagradecida resulté, porque siempre me trae un regalito del free-shop. Encima, en vez de apoyarlo, añoro el Master en economía que había empezado y no pude terminar, por los chicos. Además, como él bien dice, quien se precie de Señora, no puede descuidar el nido. Mire, si hasta se preocupa tanto que para restarme trabajo ya ni me deja ver el resumen de la tarjeta de crédito que ahora paga su secretaria...
Doctor: —¿Su marido no pensó nunca en ver a un terapeuta él también? Acá no vamos a analizar a su esposo.
Ella: — ¡Doctor! Si salta a la vista que la que tiene problemas soy yo. Él tiene las cosas muy en claro.

Idem. Idem. Idem. Culpas. Culpas y más culpas.
Definitivamente creo que no hubiese resultado una buena terapeuta. El doctor daba vueltas y más a los asuntos, mientras yo las escuchaba sufrir tanto que las hubiese agarrado, revoleado, sacudido, sopapeado de ser necesario. Con el sólo fin de decirles:
— ¡Despabilá, querida!—.
En fin, soy consciente, también, que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Y por el consultorio abundaban las “no videntes”. Algunas, por idiotez; otras, por comodidad.

Fue así, Su Señoría, como se desencadenaron los sucesos. Tres años de lastimeras escuchas, de bronca atragantada, de soberana impotencia. Hasta la noche en que me encontré vistiéndome de blanco, con capa y sombrero. Como los tiempos han cambiado, llevaba un revólver en mi cintura y una pintura dorada en aerosol.
Tenía el archivo de pacientes cargado en mi computadora y datos que ellas habían confesado al doctor, minuciosamente guardados. Lo demás fue tarea sencilla.
Al primero lo pesqué a la salida de un hotel alojamiento. A otro en su oficina, de noche, con secretaria incluida. Su familia había sido despachada, para no perturbarlo, en un costoso crucero por el Caribe. Fueron en total cinco. Elegí a los más dañinos.
Operé siempre de la misma manera. Me ayudó la vestimenta, se quedaban pasmados al verme. Disparo directo al corazón y la “P” dorada en sus sangrantes ropas.
Confieso la autoría de los hechos, y me pongo a su disposición para cuanto detalle desee conocer. Mi conciencia está tranquila.
Será justicia.
“La Paloma”



17 de julio de 2003

Tribunal en lo Penal N° 4:

Por la presente, yo, María de los Ángeles Mandatto, presidente del tribunal en la causa caratulada “La Paloma/homicidios”, junto con las juezas que entienden en la misma, declaramos a la acusada INOCENTE, alegando pérdidas de razón momentáneas y emoción violenta, provocadas por el extremo estrés al cual se vio sometida durante los años al servicio del terapeuta en cuestión. Sentenciamos igualmente a la imputada a no volver a trabajar en consultorio psiquiátrico alguno, con el fin de que algún macho quede con vida por mera necesidad de preservar la especie.
Etcéteras que no vienen al caso.
Fotocópiese, archívese, déjese estar.


P.D: Una tal La Paloma ofrece en el periódico: “Servicios sanadores garantidos a mujeres con sufrimientos varios”. Yo, que ciertos hombres, me andaría con cuidado.



LOS NO TAN BELLOS


Caía la noche cuando recordé que al otro día, temprano, tenía turno con el ginecólogo. Fui presa de la desesperación: dignos de Rapunzel, asomaban impertinentes por todos lados. Eran mis pelos que, por el largo, ya no merecían el mote de “vellos”.
El púbico se escapaba con alevosía de los límites de la bikini. Axilas y piernas agradecían el cobijo de la ropa invernal.
A esa hora, ni loca ponía la cera a calentar en el microondas (una maravilla según mi mamá, porque ella vive con la cacerola a baño maría). Miré con cariño a las bandas depilatorias para piernas, pero no solucionarían el tema púbico ni axilar; y ya una vez me habían prestado el aparatito que elimina el vello de raíz sin tirones ni dolor (una se traga cada verso). Me enojé por no haber probado con el sistema de depilación definitiva — que te quema la raíz del existente pero siguen saliendo otros; que es antinatural, que es carísimo— fueron los comentarios que me hicieron desistir de la idea.
Descarté la maquinita descartable. No es mi estilo. Pensé en ponerme medias bucaneras para ocultar, al menos, los de las piernas. Pero, según mi hermana, el médico pensaría que iba con intenciones de otro tipo de consulta (qué escena tan coqueta y erótica, esperar la introducción del espéculo con los pies en los estribos, en bolas, pero ¡portando las negras siliconadas con puntillitas!) .
Ahí estaban y, por mucho que pensara, ahí seguían.
Y sí, no quedaba otra que acudir al salón de depilación, tan modernizados ellos ahora: cera con miel, con rosa mosqueta, descartable, personalizada. Toda la misma porquería en diferente envase, diría mi abuela.
Fue así como me levanté casi al alba para despojarme, antes de ir al ginecólogo, de tamaños papeloneros insufribles.
—Pasillo a la izquierda, camarín de Gladys.
Hacia ahí me dirigía cuando observé detalladamente la situación por primera vez en mis innumerables incursiones por estos lares. Una, que se pone en bolas frente a la perfecta desconocida de Gladys, en esos boxes dignos de caballos en los cuales te tratan como si fueras exactamente un equino. Minga que esta muchacha va a tener cuidado con el conjunto de ropa interior elegido ( no el mejor, porque te lo llena de cera; tampoco el peor, porque esta “una” tiene su dignidad)
—Pierna entera, cavado, tira de cola y axilas (ya que estaba, la hacía completa)
Así padecía mi humanidad, abierta de gambas ensayando las extrañas posiciones que te hacen tomar estas señoritas, con el palito o broche que te encajan en la bombacha para alejarla de los pelos que, dicho sea de paso, cuántas pelvis habrá tocado, mirando la lechera industrial que contiene la cera. Yo, que me aguantaba ésa con miel y jojoba hirviendo porque estaba apurada y ésta, que me deja en posición de parto, diciendo: —Mami, disculpáme un minuto— Ese minuto fueron como cinco, durante los cuales, para matar el tiempo, pensaba que estos lugares deben ser los únicos en los que te pegan para que no te duela.
Decía que así se encontraba denigrada mi humanidad, cuando vinieron a mi mente las discusiones, referidas a los pelos, que mantengo con mi marido:
—Vos te depilás a lo sumo dos veces al mes.
—Vos te afeitarás todos los días, pero sin dolor y tranquilo en casa.
Y así seguían las eternas pulseadas de sacrificio macho-fémina.
Me cago en la liberación femenina. Se supone que el hombre cuantos más pelos tiene más macho es y, de última, si se hartan de afeitar, dejan que les crezca la barba.
Nosotras, cuantos más pelos tenemos, más descuidadas y roñosas se supone que somos.
En fin, a él a lo sumo le dirían: —¡ Te dejaste crecer la barba!, si hasta te hace más joven.
Imaginen si una desistiera del tema: —¡Nena, me pinchás, mirá los cardos que tenés! (previo habernos propuesto hacer uso de la sotana del Padre Juan)
Definitivamente, a las mujeres de nuestro país se nos complica un tanto liberarnos del mandato lampiño.
El tema estrujó mi cerebro durante la semana, atrapada en una crisis de envidia por la libertad con la que muestran su cuerpo y extensiones capilares incluidas algunas damiselas del viejo continente.
Pleno verano. Vestidito onda Jackie sin mangas: —¡Taxi! —grita una francesa mientras levanta un brazo y deja asomar lo que ya podrían ser trenzas.
Ibiza. Otra desparrama, literalmente, su cuerpo desnudo al Dios febo (tan notorios son que, si no fuese por las tetas, costaría dilucidar el sexo).
Creo que antes de la próxima vez de que mi piel tenga que tomar contacto con la cera hirviente y cierre los ojos esperando el tirón, mientras Gladys o cualquier otra me grita —respirá — largo todo al carajo y me voy a vivir a Europa.



EPISODIO I. VEROANUS


Vero había vomitado la oración que provocó la imagen. Esa imagen giró en mi cabeza durante toda la semana.
Era martes, esos martes nuevos en mi vida de separada. Mis hijos se iban a la casa del padre y me encontraba con un tiempo vacío que, de alguna manera, necesité empezar a llenar. Sería de suponer que saldría a tomar algo con amigas, al cine, o a recorrer alguna vidriera. No, mi vida era completamente diferente, pero completamente igual.
Así es como enfilaba casi siempre para la casa de Vero, mi comadre, y compartía con ella el eterno ritual nocturno de toda mujer con marido e hijos.
Es muy cierto, al comprobarlo, de qué manera cambia la visión según el ángulo de donde se mire.
Estaba sentada tomando una cerveza, y observando, cómo una Vero desbordada, hacía lo mismo que yo había hecho durante años. — Cociné bifecitos con cebolla ¿a vos te sale bien el arroz en el microondas? Estoy apuradísima porque le dije a Ale que dejaba los chicos bañados, comidos y me iba al shopping a comprar el regalo de Pía, no te conté, pasé por esa feria de ropa tan famosa, ahora te muestro las gangas, ¡chicos, al agua!,¿probaste alguna vez ponerle queso crema a los bifes?, apaguen esa computadora, Joaco laváte el pelo ¿a qué hora cierra el shopping?
Yo miraba atónita una escena que me resultaba harto familiar.
La seguí hasta el baño, donde ya estaban pijamas y chinelas listos. Había terminado la lucha higiénica, con un eterno piso empapado, consecuencia de los también eternos juegos acuáticos
Es de saberse que, acompañando cada acto de una madre, existe una gran dosis de educación. Por eso, un baño no es sólo un baño, es también una lección de:
Puericultura: —Secáte bien entre los dedos, que si no, vas a tener hongos.
Economía: —No dejes el jabón en el agua, se deshace y dura dos días.
Seguro de vida: —Agarráte del barral para no resbalarte, o te rompés la cabeza, y terminamos en el sanatorio, sólo porque a vos se te ocurrió dar demostraciones de danzas en la bañera.
Historia: — ¡Ustedes se quejan porque se tienen que bañar! Qué hubiese dado esa pobre gente del siglo pasado, que tenía que acarrear tachos desde el río a falta de agua corriente.
Pero, por sobre todo, una clase de amor. Nada más hermoso que poder acariciar sus cuerpos cuando todavía no existen pudores.
Fue la bendita frase de Vero que terminó con mi disertación mental sobre el baño:—¡Me falta el plumero en el culo! —gritó totalmente empapada.
No pude contener la risa. Era el corolario de la imagen perfecta de las tan denigradas Amas de casa.
Sí, podría aprovechar y, con el plumero en el culo, quitarles tierra a los muebles mientras les pone el pijama a los chicos. O se podría poner en el culo la escoba y barrer al mismo tiempo que controla si le salió bien el arroz en el microondas. Por qué no el lampazo y limpiar el patio mientras tiende la ropa.
No fuimos al shopping. Obviamente, se hizo tarde.
Volviendo a casa, no entendía cómo pueden resultarme tan vacíos mis tranquilos martes por la noche.


Estarán esperando un final de historia tipo Ave Fénix, el renacimiento de la sometida Ama de Casa:
A saber; por tanto usar a la fuerza los elementos de limpieza en el culo Vero nota una inquietante sensación que literalmente inquieta su "parsimonia doméstica". Una noche, abre la puerta. Sale. La cierra con furia, poniendo llave a educaciones, bifecitos, plumeros e intentos de shopping. Ahora retomó exitosamente la carrera laboral que había pospuesto en pro del núcleo familiar, se enganchó con un yuppie soltero, le dejó los hijos al marido (los visita martes y jueves) se la pasa de Spa /After Hours/ Pilates y vive de compras.
Pero no. No fue así.
Vero sigue feliz en su hogar, incluídos baños, cónyuge, comidas y demás yerbas.
En realidad, el plumero logró fotalecer esta relación de pareja. Su marido consigue ahora "eso" que durante tantos años le había pedido y ella se negaba a entregarle por su estrechez.



BUENA PASTA


Hierve el agua de la olla. Hace rato.
Como los vidrios de la cocina están empañados, intenta dibujitos con un dedo. Después, con la palma de la mano borra todo y se seca con el repasador que cuelga de su cintura. Ahora se sienta y mira a través del claro que dejó en la ventana. Afuera es invierno. Los árboles desnudan las últimas hojas, ella acompaña el baile con la mirada.
Recoge sus piernas sobre la silla y las toma entre sus brazos.
El agua sigue hirviendo y ella, mirando al jardín.
Estira un brazo, agarra el lápiz que está sobre la mesa y le sacude un pedazo de las cebollas que quedaron a medio picar. Hace garabatos en una servilleta de papel. Se le rompe la mina y con el cuchillo con el que estaba picando, la hace aparecer. Bien puntiaguda, como le gusta.
Cuando pone otra vez el lápiz sobre la mesa, su vista se desvía hacia el montón de papeles que descansan entre el intento de tuco, y rompe a llorar
Lo encontró hace un rato. Estaba poniendo a lavar la ropa con la que su marido había jugado al fútbol. Ahí estaba el sobre, en el fondo del bolso:
“Concurso Interamericano de novela / Apartado de correo 4732/Guadalajara. México”
Cinco años escribiendo sobre la mesa de la cocina. Papeles que, si olieran, hederían a pausa entre fritura de milanesas y, si sonaran, tendrían el acompasado ritmo del lavarropas. Si lloraran, llorarían el llanto del bebé que nunca vino, gemirían la tristeza de lo que se es. Si hablaran, sólo sería de futuro nuevo.
Ganadora segura, le habían anticipado los entendidos que la leyeran. Bailaron los tomates, se sacudió el lavarropas al ritmo de un rock que entonaron las papas y cantó ópera el repasador.
—Gorda, llegué. ¿Para cuándo la cena?
Entra a la cocina, donde su esposa, sin mirarlo, recomienza con las tareas culinarias.
—¿Mandaste el sobre que te di?
—¿Qué sobre?
—El de mi novela, para el concurso.
—Me olvidé, lo mando mañana.
—La recepción cerró anteayer.
Él le pellizca la cola, y sonriendo dice:
—Gordita, otra vez será. Me voy a tirar un rato, despertáme cuando la cena esté lista.
Ella larga el cuchillo y se limpia las manos en el delantal.
La poca agua que queda en la olla sigue hirviendo.
Está parada, mirando nuevamente a través de la ventana. Después de un largo rato, toma el lápiz que había dejado sobre la mesa y, con el extremo que suele morder cuando escribe, dibuja espirales lentos sobre el vidrio. Lentos, muy lentos, como siguen cayendo afuera las últimas hojas.
Ahora toma una silla, la pone detrás de la puerta, se sube y levanta un brazo.
—La mesa está servida —grita.
Escucha los pasos. Puede adivinar las chinelas que lleva puestas. Unos segundos más y cruzará el umbral.
Aparece, escucha un ruido, se da vuelta y mira incrédulo a su mujer que, subida en una silla, esgrime el lápiz que le clavará entre los ojos.
Ella observa desde lo alto cómo él, lentamente, comienza a caer.
Baja. Se acerca a la mesa y recoge los papeles. Extrae el lápiz del entrecejo de su marido que yace en el suelo. Impregna la punta con la sangre que surca su rostro y escribe color carmín en el sobre: “Primer Premio”.
Apaga el fuego de la olla, se saca el delantal y dice: —Querido, me voy a descansar.

(Jodido carajearle los sueños a una hembra)



JUEGO DE NIÑOS


Lo arrastro. Deliberadamente. Arremeto contra el gentío del shopping.
Mi hijo mira incrédulo a la transtornada que lo lleva de la mano (yo, su madre).
La carrera no es a tontas y a locas. En cinco minutos cierra la juguetería.
Me cago en todos los próceres. Maldita espada.
— Mi amor, ya me recorrí todas las casas de disfraces y no la encontré. ¿ No es lo mismo si te la hago con cartón?
— Mami, me eligieron para actuar de Belgrano. No me hagas pasar papelones. En la juguetería del shopping la mamá de...
Y acá estamos. Los materiales del subdesarrollo ya no los convencen.
La madre propone y los hijos disponen. Todo un horror para la psicología, pero no lo he podido revertir, aún. Provengo de la generación “La culpa está primero”.
Fue así como, posponiendo el trabajo que pensaba hacer después del trabajo, terminé con el auto estacionado en el nivel siete, y el local en cuestión está en el subsuelo.
Deliberadamente, sí, lo arrastro.
Son seis niveles, escaleras abajo, en las cuales no le advierto, como normalmente hago, de los peligros de estos monstruos mecánicos. Imagino los dedos de su pie destrozados entre los dientes de los escalones y yo que le grito: —Pedíle a Belgrano que te compre la espadita, porque tu madre tenía que seguir trabajando, y ahora no termino ni de madrugada, el techista viene al alba para dar fin a la tortura que me significa la gotera que hay sobre tu computadora. Porque tuve que dejar el auto en bajada por si no arranca y el único lugar en bajada que encontré fue seis pisos más arriba. Pedíle a Belgrano que haga magia para llegar a pagar la boleta del gas que vence mañana (planta baja, ya llegamos, falta poco) previo haber ido a verte actuar (si no, se me estruja el alma de imaginarte solito), cual equeco, cargando la filmadora, la máquina de fotos, los tres termos de chocolate caliente y las tortas fritas que tengo que hacer en cuanto volvamos, para que compartas con tus compañeros de curso (ya la veo, ahí está la bendita juguetería) y no estoy loca, estoy exhausta. ¡Corré, hijo, corré, que cierran el negocio!
—¡Querida, tanto tiempo!
La madre de mi jefe.
—¿Este es el mayorcito? Pero si es idéntico a tu marido.
Ex, señora, ex, tenía ganas de gritarle. Mutis. No tengo tiempo. Me ahorro las explicaciones. Parece que mi primogénito va a emitir algún sonido, entonces lo pateo, poniéndole cara de, si hablás, te asesino.
Le pellizca los cachetes, cosa que odia profundamente, y a él se le transforma la cara. En este momento desearía que no fuera tan educado como le enseñé, y le gritara: — ¡Vieja, largáme la cara y rajá, que tengo que comprar la espadita!
Ella sigue hablando. Yo miro de reojo. Veo cómo cierra la puerta del local. La cara se me transfigura ahora a mí. Tengo ganas de tirarme al piso, llorar, hacer capricho, patalear. Pero no. Empiezo a pensar cómo demonios voy a hacer para comprar la famosa arma en cuestión. Porque mi hijo sabe que, sea como sea, la va a tener.
Y blandirá feliz su sable frente a la audiencia escolar. Sin enterarse, quizás, que la madre después de haberla conseguido (aún a costa de que el precio fuera entregar su cuerpo) y depositado en el colegio junto con los termos, las tortas fritas, y algún alma caritativa que encontró para que filmara al nene, huirá raudamente a internarse en el psiquiátrico. Y en la primera visita al nosocomio, él niño le dirá: —Sos una mala, mami, no fuiste al acto.
—¿ Qué querés ser cuando seas grande? — le pregunta, sosteniéndolo aún de los cachetes.
Yo me río. Veo a mi hijo totalmente despreocupado que, después de escapar de las garras de esta mujer se dirije a las prohibidas escaleras mecánicas, no sin antes deslizar un: — Mami, apuráte que tengo hambre.
Pienso en el maratón descomunal que a veces es mi vida, en el cansancio que arrastro por momentos. Y sé perfectamente que, si a esta altura de un partido en el cual no ceso de atajar penales, alguien me hiciera esa pregunta, no vacilaría ni un instante al emitir la respuesta: — Cuando sea grande, quiero ser chico.



HUMANIDADES


Hace rato que la espío.
No puedo resistirme a la tentación. Habíamos quedado en salir a cenar para festejar nuestro aniversario. Lo charlamos en varias oportunidades pero, a mi pesar, nada de casamiento. Ella se rehúsa argumentando la pérdida de pasión que provoca la convivencia.
Hace rato que la espío.
Acaricio con ansia los anillos que sellarán el comienzo de mi nueva vida. Hoy, definitivamente, voy a lograr convencerla.
Me detuve justo cuando iba a tocar el timbre porque la vi por el ventanal del living que da al jardín.
No puedo evitar observarla cual voyeur. Esa hembra, va a ser “mi mujer”.
Disfruto a escondidas, lo que resulta más sorprendente, de la maravilla que tantas veces atesoré entre mis brazos.
Es un ser de una delicadeza extrema. La blusa que tiene puesta deja asomar sus generosos pechos desnudando esa piel tersa que me embruja. Jamás había conocido a alguien con sabor a jengibre. De un terciopelo casi sublime es todo su cuerpo. De volátiles podría calificar sus gestos, adorablemente suaves. Acordes a la exquisitez de su laya.
Hace rato que la espío.
Está sentada en su sillón favorito, leyendo. Tiene las piernas cruzadas de esa manera tan sensual que le es propia y asoman, prepotentes, sus muslos por el tajo de la pollera. Desde lejos puedo olerla. Adivino su olor. Se estremece ferozmente mi hombría.
Sigue leyendo. Sus delicados dedos, esas uñas carmín que tantas veces sentí clavarse en mi espalda, van pasando las páginas. Apoya el libro sobre su falda y toma la copa que tiene enfrente, bebe. Siento rabiosos celos del líquido que le va penetrando el cuerpo. Los labios se humedecen y ella los recorre con su lengua. Deja la copa.
Ya casi no resisto entrar y abalanzarme con pasión animal sobre mi preciosa mujer.
Mi Afrodita cierra el libro, lo toma con la mano derecha; así, sentada, inclina su torso levemente para ese lado. Y se raja un pedo colosal.
Adivino ahora otro olor. Salgo a la calle iracundo, sintiéndome totalmente engañado y arrojo desde el auto los anillos.
Jamás se me había pasado por la cabeza pensar que las mujeres perfectas, también son humanas.



Sin Handicap


"No es es cierto, señor, no lo crea
las mujeres no vuelan...
son todas terrestres, pedestres
y sangrantes...”
Esteban Charpentier



No es verdad, caballero, que no volemos.
Es que vivimos ocultando nuestras alas. Las que hemos tenido cría, sobre todo, en un intento denodado por preservarla.
¡Que vaya si las tengo! Por las noches, al desplegarlas, las acaricio con apasionada dulzura; y mientras mis pichones duermen emprendo vuelos violentamente rasantes.
Muchas veces, la luz del día me sorprende revolcándome entre nubes. Entonces las doblo con una loca prolijidad (— ¡Que el sol no las vea, que no me las robe!—) Y vuelvo a ser terrestre, pedestre, y sangrante. Dentro de mis posibilidades, porque sé, que cierta anomalía a la altura de los omóplatos, me delata.
Es así, como esta mujer celeste, termina saliendo a diario a ejercitar los pies que posa sobre el planeta.
No vale ahondar en ejemplos harto conocidos de realidades terrenas concretas, que el genio de mi terapeuta resume tan “sabiamente” (las realidades concretas, digo) A saber: que estoy viva, y que me voy a morir. El padre, hijos, Espíritu Santo y lo difícil que resulta intentar ser cómo soy, pareciera ser que no lo registró entre su lista de mis concreciones a tratar.
En fin. Habemos ciertas que volamos, es más, veneramos el acto, aún a riesgo de ser carne de honda. Eso sí, protegidas por la oscuridad nocturna para no ser vistas y, por consiguiente, los que nos rodean y aman puedan seguir teniendo una existencia mínimamente normal (— ¡La mamá de Pirulito vuela!—, pobres hijos, si alguien se entera, les cagué la vida)
De paso, le comento que Oliverio Girondo, metió anche en mi ridícula cabeza de enamorada, la idea de que un hombre podía emular el actus.
Por eso ahora, cuando llueve, estoy sola, prendo la chimenea; cuando me entrego a Chopin, Boccelli o Sting y descorcho el mejor vino berreta que el magro bolsillo de esta magra mujer puede amor-tizar, no salgo como usted a buscar. No es mi estilo.
Simplemente los imagino y, yo también, les susurro al oído: — ¿Sos vos el otro que me va a lastimar... sos vos?
A veces, pagamos muy caro, esto de poder volar.

(Hombres necios que acusáis, a la mujer sin razón...)



Atormentos


¿Querés que te cuente
cómo se hace para terminar
con todo, querés que te cuente?
S.L



—Papá era el Feng Shui de la casa— dijo mi hijo mayor. Un segundo antes los habitantes de la misma casi fuimos víctimas de un paro cardíaco colectivo al sentir cómo se desplomaban los diez metros de ancho por seis de alto de la enamorada del muro que recubría una de las paredes del jardín.
Para no faltar a la verdad, creo que lo que más los asustó fue la cara que puse después de que él dijera esa frase.
Había llovido torrencialmente durante días (seguía lloviendo). Hacíamos una cena pic-nic en el living cuyo ventanal da al pasillo adonde estaba la enredadera en cuestión. Yo ya venía cargadita. La fase de la llave térmica que corresponde a ese ambiente y a mi cuarto se empecinaba en saltar. Como mi hogar es actualmente portador de humedades varias, atribuía el cortocircuito al agua bendita que no dejaba de caer y que se habría infiltrado en las benditas paredes, para terminar en algún también bendito cable de mi instalación eléctrica.
Nótese que podría haber dicho “la”, pero dije “mi” instalación eléctrica. Cuando con el que era en ese entonces mi marido compramos esta casa, en plan de ahorro y economía debido a las sorpresas inesperadas que nos depararon el inmueble y su antigüedad, decidimos hacer la instalación eléctrica a nuevo pero, para no gastar en profesionales fui “invitada” por mi ex a realizarla juntos. Como soy mujer de armas tomar, me pareció hasta divertido, y si algo debo agradecerle al padre de mis hijos es que aprendí bastante acerca de cables, polaridades, disyuntores y etcéteras. Lo de divertido en realidad resultó serlo. Ya les conté que la casa es antigua, por consiguiente, adolecía de caños flexibles, aunque sí abundaban los de metal, ésos que de tan viejos ya estaban oxidados y hacían un parto de la pasada del vivo y el neutro. Algunas mujeres sabemos muy bien lo que es un parto. Así que mientras él mandaba a todo a la mierda aduciendo que era imposible que algunos siguieran su curso para verlos aparecer en el extremo indicado, yo, armándome de femenina paciencia intentaba con jabón, aceite, por arriba, por abajo, hasta que ¡voilá!, y disfrutaba de su cara de: ¿Cómo pudo la de los débiles genitales?
Volviendo a las lluvias del principio, sin dejar el cableado, empecé a desenchufar aparatos, subir y bajar térmicas rogando cada vez que no volvieran a saltar, y lo conseguí (la mal entendida estrategia femenina de ganar por cansancio). – Mañana reviso a ver qué diablos es lo que en realidad está haciendo corto.
De más está decir que a los niños los cortes de luz no les causan la más mínima gracia: a mí, menos. Sabía del trabajo que me iba a implicar al otro día dar con la falla pertinente. O sea, a la hora del destrozo vegetal, los infantes ya estaban con una suerte de cagazo chiquito, cagacito le podríamos decir.
Después del estruendo, que en un principio no entendíamos a qué se debía y al verme derrotada, mi hermana, que estaba también en casa, trató de distender los ánimos: — Es sólo una enredadera que se cayó, no es para tanto—. Los chicos, que habían tomado coraje para salir, empezaron a matarse de risa: — Mami, quedó como un túnel. Cuando te vuelvas a casar, pasás por abajo y nosotros caminamos atrás tirando flores—.
Tirando... tirando. Lo único que quería hacer era exactamente eso: tirarme en la cama víctima del desconsuelo. Mientras, comenzaba mi monólogo mental. Ya estoy ducha en eso de callarme, y que la procesión vaya por dentro:
—¡Má que Feng shui tu padre ni qué Feng shui! Si todo se viene abajo en esta casa es porque él hace tieeeempo que no me da ni un peso. Y yo, mis amores, con todo no puedo. El item jardinería, es uno que vengo postergando. La última vez que trepé los seis metros para podar la planta, terminé llena de moretones por asirme en las alturas fuertemente mientras sostenía la tijera, no fuera a ser que se quedaran sin madre. Pensar en jardineros es un lujo asiático en nuestra situación, y si hablamos de hematomas, basta con el que porto en la pierna izquierda desde la rodilla hasta el pie, que ya parece gangrena, fruto de mi último tour por la escalera para subirme al techo y tratar de arreglar unos cables del maldito teléfono que no funciona ya hace dos semanas...
Dormí bárbaro. Terminaron los tres en mi cama, tenían miedo que se cayera algo más.
Al otro día, después de depositar el pool escolar, volví a casa, miré de reojo al producto del derrumbe que inutilizaba el pasillo por el cual habitualmente circulamos y me tiré en la cama, harta de inconvenientes, dispuesta a deprimirme.
Cuando abría a la depresión final, que estaba tocando el timbre, saltaron en mi cabeza los consejos de la terapeuta de mi hermana: — Contra la depresión, nada mejor que liberar endorfinas haciendo ejercicio físico—. Tomé el serrucho y arrasé con años de intensivo cuidado y dedicación en alrededor de dos horas.
No sé si lo liberado fueron endorfinas, o, como me dijo una amiga al comentarle de la inusual luminosidad que, producto del reflejo en la pared ahora desnuda, había en casa: —Tal vez fue necesario que se derrumbara de golpe para que la luz pudiese entrar.
A los chicos, lo primero que se les ocurrió al llegar fue hostigarme porque había hecho desaparecer el túnel nupcial. Los miré, sonreí, y hablé. No entendieron la razón de la frase que me escucharon repetir hasta entrada la noche: — Mucho aferrado, todos estos años, se cae, para darle paso a la claridad.
Quizás, cuando sean más grandes les pueda explicar y hasta entiendan, por qué ese día asesiné a la enamorada del muro.



Episodio III. Eva, al fin, acaba.


¡Oh, el mejor atuendo del amor
es una lengua que tranquiliza!

William Shakespeare


La costilla, la manzana, el pecado, lavar, cocinar, educar, psicoanalizar, ¡hubiesen avisado, che!
Dicen que los hombres se casan con la madre. Yo pensé que me habría salvado porque éste, no tiene, pero parece que el Señor no se percató de mandármelo educadito.
— Gorda, ¿me alcanzás una hoja de parra?
— Buscátela, querido.
— Pero no sé adónde están.
— En el mismo lugar en que están desde que fuimos echados del Edén, mi amor.
—¿Y eso en dónde queda?
—Tercer árbol, pasillo izquierdo. Las de tu tamaño son unas que en la etiqueta dice “brotes de hoja”.
Ahí noté que, en lo que va del largo exilio, este hombre no se había dignado a buscar por sí mismo ni un mísero taparrabos. Aunque más no fuera, por vergüenza, como para que yo, al menos, no recordara a diario lo que me había tocado en suerte. No hablo sólo de lo que lleva entre las piernas, ya que sabemos perfectamente, muchachas, que lo que natura non da, se soluciona con lo que Salamanca presta, o sea, ingenio. Pero el tamaño brote de éste pasa también, lo que es peor, por la cabeza (y las manos, y la boca, y...)
Viéndolo irse con el rabito entre las patas, pensé que en un futuro llamarán a algunas como yo machistas, porque dirán nos gusta darle placer al hombre. Lo que no sabrán, porque encima una es delicada y se lo calla, es que viendo un mamotreto en posición horizontal que por lo visto no atisbará a mover ni tan siquiera un pelo para causarle las mismas sensaciones a una, lo mejor será concluir rápido con el trámite ( y si de algo nos dotó el Señor, es de ciertas habilidades que jamás fallan)
Y después nos joden porque nos duele la cabeza. ¡Sí, mi amor!, porque me la rompo de tan sólo pensar como pueden ser tan ignorantes con el mapa femenino. No generalizo, obviamente, pero a mí por desgracia me tocó Adán, tocó es una manera de decir, ojalá tocara y en donde corresponde. El botón femenino en cuestión y, ojo señores que la cuestión no es únicamente tocar el timbre (antes de abrir la puerta, hay que salir a jugar) ha sido descrito en innumerables oportunidades. Yo perdí, porque a mi compañero no le gusta leer. Intenté, llenando de bibliografía explicativa la letrina ( la maña de los hombres de leer en el susodicho viene desde que fuimos creados).
Un día al escuchar unos gritos de esos “¡yeah, yeah!”, que provenían desde nuestro toilette pensé: — Listo el trámite, lo leyó, capto el mensaje, y está disfrutando por adelantado lo que me va a hacer por la noche.
Me acerqué sigilosamente para no cortarle la inspiración:
—¡Yeah, yeah, Miguel Arcángel campeón, Miguel Arcángel campeón! — aullaba mientras sostenía en sus manos el diario de fútbol de la Liga Celestial.
Y eso no fue todo.
—Adán —grité, ¿qué hiciste con las hojas de mis libros?
— Qué, ¿el material obsoleto no se usa como higiénico? Acordáte que el Señor nos dijo que aprovecháramos bien el papel, porque si no, en algunos años íbamos a tener que empezar con el reciclado.
Yo lloraba, viendo las páginas de mis tesoros hechas bollos por doquier. Maldecía no haber vivido en los noventa, y encontrarme con algún escritor tipo Federico Andahazi, al cual no tuviese que andar explicándole nada. Pero no me di por vencida. Ya que estamos, al menos intentemos pasarla un poco mejor, fue mi lema, duro lema, dilema.
—Adancito, ¿vos sabías que el clítoris...?
— ¿Clitoqué? No te vaya a escuchar el Señor hablando en ruso que todavía no aconteció lo de Babel.
Definitivamente, es un animalito de Dios.
—Clítoris, mi amor. Estructura cilíndrica con tres secciones, dos, ocultas bajo la piel de la vulva; la tercera, cubierta por la unión de los labios menores. El cuerpo del mismo, que es el que se extiende por debajo del tejido muscular de la vulva, recubierto por tejido fibroelástico. Es la parte esencial de este órgano femenino exclusivamente sexual, con ocho mil terminaciones nerviosas; una concentración mayor que la que se da en el resto del cuerpo en un solo órgano, incluidas las puntas de los dedos, los labios y la lengua.
—¡Eva!, otra vez leyendo a Ray Bradbury.
Me alejé derrotada. Aún quedaban arañando mi garganta las palabras que no me dejó decir: Esta parte esencial del clítoris, estimulado a gusto de cada consumidora, es la que, dirá en el futuro una famosa poeta, la hará cabalgar espasmos celestiales.
Que no me escuche blasfemar el Señor, pero ojalá exista otra vida y me toque (en todas las acepciones de la palabra) otro hombre.


—Amor Veneris, La Diosa Clítoris, Mateo Colón...
Y ahí desperté.
Eva... Eva... El otro lado de mi cama sigue vacío. No sé si será por el famoso dicho de que de los errores cometidos hay que aprender. A juzgar por el prolongado período de pies fríos que llevo, parece que me equivoqué bastante.
Yo también leí “El anatomista”. ¿ Habrá hombres que investiguen cuerpo y alma femeninos? ¿ Con amor, por amor, por la sublime entrega de también, gozar con el placer del otro?
Después de este nuevo sueño, me encontré varias veces entre dormida invocando al escritor de ese libro: —Federico... ¡algún Andahazi por aquí, carajo!
Aunque, según leí, Pessoa dice que el poeta, también el novelista, supongo, es un gran fingidor. Yo, querida Eva, pagaría por saber.
Antes que el fuego y la soledad me consuman.



Episodio II. Eva apetece


Aquí Eva.
Sigo en el Génesis, pero debido al hecho que anteriormente les conté, ya no vacacionando.
Me quedó en el tintero uno de los castigos que determinó mi Señor: “ Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará”. ¡Carajo que me castigó lindo!
Aprovecho ahora para charlar con ustedes. Me queda poco tiempo ya que después de haber cumplido con el sencillo papel de hembra paridora (tan sencillo como poblar la tierra para crear mercado) desapareceré del mapa (con el perdón de la Biblia)
Una sola mina para generar la humanidad; entenderán por qué (por la cuestión de la misma sangre) el mundo se plagará de ineptos mentales.
Apetencia, apetencia. Sí, querido Adán. Me estoy cagando de hambre.
—Querido, tengo apetito.
—Quedáte tranquila, mi amor. Vamos a la cama que te lo saco.
—No, de comida te estoy hablando. Los nenes necesitan leche. La ropa de Abel está un poco raída, el techo necesitaría unos arreglos...
— ¡Ah! ¿querés comer? Entonces, callada a la catrera, que el que tiene apetito soy yo.
—Adán, yo con una manzanita me arreglo; pero los chicos...
—No te quedó claro, dulce. Vos y los chicos tienen apetito pero ¡Yo, domino por mandato!
Creo que fueron estas necesidades las que originaron innumerables malos entendidos.
— Adán, ¿no lo ves raro a Caín?, yo diría que un poco violento.
— Cómo se nota que no tenés que ganarte el pan, te sobra el tiempo para pensar idioteces.
— Me habla mi intuición de madre. ¿No nos convendría consultar con el Señor?
— Las consultas cuestan y el que suda para pagarlas soy yo. Son fantasías tuyas. Andá a cocinar que el chico está perfecto.
Ustedes ya saben, al momento de leer esto, cómo se sucedieron los hechos. Un normal bárbaro me resultó Caín. Pero bueno, no se iba a andar perdiendo tiempo en las insignificancias que me pasaban por la cabeza (o el corazón.)
Todo se limita a dominar a través del sudor que trae el pan. Porque con total naturalidad se entiende que las mujeres cocinan, planchan, educan, sanan, y etcéteras sin que una sola gota de este poderoso fluido emane de ellas (las mujeres también chivamos, pero hasta tenemos la deferencia de utilizar cuanto producto esté a nuestro alcance para no andar intoxicando con nuestros olores las narices de los demás)
Como primer espécimen, podrán corroborar mis fallas de funcionamiento (entiéndase: creer que el sudor es marca registrada del macho)
—¡Eva!
— Sí, querido.
—Abel tiene olorcito; además, acá te dejo mi calzón para que lo laves y dejáte de divagar que la comida se quema.
—Sí, querido.
—¡Eva! Tengo ganas de dominarte.
Yo, que soy tan obediente, cumplo con mis castigos divinos y para saciar mi apetito y el de mis hijos, me abro de piernas.
Ser hembras, queridas, es una cuestión de huevos.


Me había quedado dormida otra vez. Hoy no les estaba leyendo a los chicos, sino reponiendo los botones que arrancaron de sus delantales. Eva ya es mi sueño recurrente.
En realidad, esto del sudor, ha pasado a ser una cuestión cultural. En cuanto desperté, lo primero que hice fue correr a bañarme en lugar de, orgullosa, vanagloriarme de mis hedores.
Soy mujer y, si trabajo, que no se note. Así sea.



Episodio I. Despierta, Eva


Soy Eva. Estaba vacacionando en el Génesis. Un tal edén, había acotado un lugareño por demás extraño a juzgar por dos alas que asomaban en su espalda. Se terminó la joda, parece. El barbudo, que debe ser el gerente, nos increpa con dureza por no entiendo muy bien qué contravención cometida: –¡A partir de ahora esto ya no es un spa! —vocifera.
Cuando digo nos, me refiero a mí y a este espécimen que se encuentra a mi lado, que no ha dejado desde el comienzo de este tour de echarme en cara la vida que estoy llevando gracias a una costilla de él.
Como después sabré, esto seguirá ocurriendo por el resto de la eternidad: Soy la última en enterarme de todo.
— ¿Qué costilla? ¿Cuál manzana? Aclaremos, muchachos, que oscurece y se me hace tarde para cocinar la cena del que dijeron era mi marido.
El barbudo sigue vociferando. Yo, que hasta ese momento pensé cumplir al pie de la letra con mis obligaciones de ama de edén, viendo que mi compañero no emitía sonido, me calenté con el que no sé por qué nos gritaba y dije: —Disculpe, Señor, ¿qué tal si comenzamos desde un principio?
—En un principio fueron las sombras...
—No— le interrumpí— nuestro principio, ¿o no nos estaba gritando a nosotros?
—¡Ah! Lo de la imagen y semejanza. Te explico, hija. Después de las sombras (saldrá a la venta un libro que cuenta con más amplias explicaciones) y de todo lo demás a tus ojos visible por mí creado, me dispuse a descansar. En mis ratos libres, hojeando un manual de estrategias de marketing, proceso que va desde la determinación de la necesidad de un producto en el mercado, hasta la satisfacción del mismo, me di cuenta de que, lo que justamente me faltaba, era el mercado.
—¿Cómo, y nosotros? Mire que este lugar es una verdulería de primera; una estira la mano y...
—Piano, piano, hijita. Ustedes todavía no existían
—Piano, ¿qué es piano? (Esa nueva palabra había sacado a mi marido del letargo en el cual se hallaba sumergido desde el inicio de la conversación)
—Piano, hijo, es un instrumento musical magnífico...
—¡Yo quiero, yo quiero! —saltaba mi hombre. (Segunda cosa de la cual también después me enteraré: por el resto de la eternidad se encargará de hacerme sentir culpable por las cosas que él no logra conseguir)
—Prosigo: viendo tanta maravilla por mí creada, me faltaba algo que la consumiera y, por qué no, disfrutara.
Mi hombre, caído en letargo nuevamente, debería estar ahora pensando cómo conseguir el piano.
—Gorda, yo sé que te encantaría tener uno, vamos a ver cómo hacemos...
—¿Piano, yo? Querido, estoy hablando con el Señor de cuestiones existenciales.
—¡Evas! Siempre pensando en las mismas boludeces: Coelho, Chopra, Freud y toda la prole.
— Entonces, tomé un poco de barro y modelé al que hoy es tu compañero a mi imagen y semejanza, poniéndole por nombre Adán.
—Y yo, ¿cuando aparezco?
—Casi inmediatamente, hijita. Reconozco que debí haber errado en la elección del lodo. Cuando lo vi medio endeble, supe que la estrategia de marketing fracasaría. Fue entonces que pensé: “No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda adecuada”
(Tercer cosa que me despacho ocurrirá por el resto de la eternidad: Mi sexo será utilizado para llevar a buen puerto cuestiones de marketing)
—¡Ah! Me quedo mucho más tranquila. Yo, únicamente, vengo a ser la ayuda adecuada para un fango endeble que, de no ser por mí, echaría por tierra todo tu trabajo.
—¿?
No contestó. Después nos preguntaremos de dónde salió el machismo.
—Lo dormí profundamente entonces...
—Costumbre que por los siglos de los siglos adoptaría, llueva, truene, caigan rayos o centellas —añadí.
—Y le quité una costilla para formarte a vos.
—¡Ah! Dormido. ¡A ver si despierto le conseguías sacar algo! Y encima me lo echa en cara. ¿Y la manzana cuándo aparece?
—Puse a disposición de ustedes este magnífico "Resort" con la única condición de que no probaran fruto alguno del árbol del bien y del mal. Vos desobedeciste, tentando al varón.
—¡Esto no te lo admito! Me hablaste de una costilla, pero jamás de unos cuantos pares de neuronas menos como para justificar que yo lo tentara. A no ser que, por lo del fango endeble, quizás, estas neuronas hubiesen, sin querer, descendido transformándose en dos bultitos... ¿Este tipo no piensa por sí mismo?
—Ya lo va a decir una abuela: “Dos pelos del ahí femenino tiran más que una yunta de bueyes”. Como sea, hija, el castigo será: Vos, Eva, parirás a tus hijos con dolor y él, ganará el pan con el sudor de su frente.
Mi marido, al escuchar la palabra sudor despabiló de nuevo.
—Creo, Maestro, que está confundido— acotó—. Vi en una película que ella paría mientras yo fumaba afuera y después salía de juerga a festejar con amigos. ¿Y de qué pan habla? Lo que quiero es un piano.
—Eso, hijo, te va a costar unas cuantas gotas más de transpiración.
—Te dije, gorda, pará de pedir, que al final voy a vivir empapado para satisfacer tus caprichos.



—Mami, te quedaste dormida. Terminá el cuento.
En mi mano aún sostengo la Biblia para niños. Acaricio y beso sus caritas. Desde que me separé, estoy exhausta. No por mi castigo divino, no hay dolor más sublime y dulce que el de parir, sino por los terrenos. Creo que a la ley de éste y de tantos países, se les resbaló el Génesis. Seguiremos pariendo con dolor y ganando el pan de los que también son sus hijos con el sudor exclusivo de nuestra frente si, por esas cosas del destino, nos tocó en el reparto uno de esos ex que proyectan en su vida únicamente fumar y pensar en instrumentos varios.

Ahora, me queda una gran duda, ¿seremos, como dicen, fruto de una costilla del hombre? Para mí que el Señor, distraído, no se dio cuenta de que sus animales jugueteaban y que somos, en realidad, las hijas de la pavota.