BUENA PASTA


Hierve el agua de la olla. Hace rato.
Como los vidrios de la cocina están empañados, intenta dibujitos con un dedo. Después, con la palma de la mano borra todo y se seca con el repasador que cuelga de su cintura. Ahora se sienta y mira a través del claro que dejó en la ventana. Afuera es invierno. Los árboles desnudan las últimas hojas, ella acompaña el baile con la mirada.
Recoge sus piernas sobre la silla y las toma entre sus brazos.
El agua sigue hirviendo y ella, mirando al jardín.
Estira un brazo, agarra el lápiz que está sobre la mesa y le sacude un pedazo de las cebollas que quedaron a medio picar. Hace garabatos en una servilleta de papel. Se le rompe la mina y con el cuchillo con el que estaba picando, la hace aparecer. Bien puntiaguda, como le gusta.
Cuando pone otra vez el lápiz sobre la mesa, su vista se desvía hacia el montón de papeles que descansan entre el intento de tuco, y rompe a llorar
Lo encontró hace un rato. Estaba poniendo a lavar la ropa con la que su marido había jugado al fútbol. Ahí estaba el sobre, en el fondo del bolso:
“Concurso Interamericano de novela / Apartado de correo 4732/Guadalajara. México”
Cinco años escribiendo sobre la mesa de la cocina. Papeles que, si olieran, hederían a pausa entre fritura de milanesas y, si sonaran, tendrían el acompasado ritmo del lavarropas. Si lloraran, llorarían el llanto del bebé que nunca vino, gemirían la tristeza de lo que se es. Si hablaran, sólo sería de futuro nuevo.
Ganadora segura, le habían anticipado los entendidos que la leyeran. Bailaron los tomates, se sacudió el lavarropas al ritmo de un rock que entonaron las papas y cantó ópera el repasador.
—Gorda, llegué. ¿Para cuándo la cena?
Entra a la cocina, donde su esposa, sin mirarlo, recomienza con las tareas culinarias.
—¿Mandaste el sobre que te di?
—¿Qué sobre?
—El de mi novela, para el concurso.
—Me olvidé, lo mando mañana.
—La recepción cerró anteayer.
Él le pellizca la cola, y sonriendo dice:
—Gordita, otra vez será. Me voy a tirar un rato, despertáme cuando la cena esté lista.
Ella larga el cuchillo y se limpia las manos en el delantal.
La poca agua que queda en la olla sigue hirviendo.
Está parada, mirando nuevamente a través de la ventana. Después de un largo rato, toma el lápiz que había dejado sobre la mesa y, con el extremo que suele morder cuando escribe, dibuja espirales lentos sobre el vidrio. Lentos, muy lentos, como siguen cayendo afuera las últimas hojas.
Ahora toma una silla, la pone detrás de la puerta, se sube y levanta un brazo.
—La mesa está servida —grita.
Escucha los pasos. Puede adivinar las chinelas que lleva puestas. Unos segundos más y cruzará el umbral.
Aparece, escucha un ruido, se da vuelta y mira incrédulo a su mujer que, subida en una silla, esgrime el lápiz que le clavará entre los ojos.
Ella observa desde lo alto cómo él, lentamente, comienza a caer.
Baja. Se acerca a la mesa y recoge los papeles. Extrae el lápiz del entrecejo de su marido que yace en el suelo. Impregna la punta con la sangre que surca su rostro y escribe color carmín en el sobre: “Primer Premio”.
Apaga el fuego de la olla, se saca el delantal y dice: —Querido, me voy a descansar.

(Jodido carajearle los sueños a una hembra)


2 comentarios:

  Anónimo

26 de agosto de 2008, 17:04

Un texto muy disuasorio.

Se echa de menos un poquito de sentido del humor ¿no?

Aunque supongo que no siempre se tienen ganas de reir.

R.G.

  Paola Cescon

30 de agosto de 2008, 14:48

R.G:
No, definitivamente no siempre se tienen ganas de reir.
Aunque, de haber materializado en su momento esta ficción ¡me hubiese descostillado de risa! En cana por asesinar al ex con un lápiz, no me digas que no suena original (bue, para ser sincera, no escribo con lápiz, le habría estrellado el CPU en la cabeza)...
Salutti