LOS NO TAN BELLOS


Caía la noche cuando recordé que al otro día, temprano, tenía turno con el ginecólogo. Fui presa de la desesperación: dignos de Rapunzel, asomaban impertinentes por todos lados. Eran mis pelos que, por el largo, ya no merecían el mote de “vellos”.
El púbico se escapaba con alevosía de los límites de la bikini. Axilas y piernas agradecían el cobijo de la ropa invernal.
A esa hora, ni loca ponía la cera a calentar en el microondas (una maravilla según mi mamá, porque ella vive con la cacerola a baño maría). Miré con cariño a las bandas depilatorias para piernas, pero no solucionarían el tema púbico ni axilar; y ya una vez me habían prestado el aparatito que elimina el vello de raíz sin tirones ni dolor (una se traga cada verso). Me enojé por no haber probado con el sistema de depilación definitiva — que te quema la raíz del existente pero siguen saliendo otros; que es antinatural, que es carísimo— fueron los comentarios que me hicieron desistir de la idea.
Descarté la maquinita descartable. No es mi estilo. Pensé en ponerme medias bucaneras para ocultar, al menos, los de las piernas. Pero, según mi hermana, el médico pensaría que iba con intenciones de otro tipo de consulta (qué escena tan coqueta y erótica, esperar la introducción del espéculo con los pies en los estribos, en bolas, pero ¡portando las negras siliconadas con puntillitas!) .
Ahí estaban y, por mucho que pensara, ahí seguían.
Y sí, no quedaba otra que acudir al salón de depilación, tan modernizados ellos ahora: cera con miel, con rosa mosqueta, descartable, personalizada. Toda la misma porquería en diferente envase, diría mi abuela.
Fue así como me levanté casi al alba para despojarme, antes de ir al ginecólogo, de tamaños papeloneros insufribles.
—Pasillo a la izquierda, camarín de Gladys.
Hacia ahí me dirigía cuando observé detalladamente la situación por primera vez en mis innumerables incursiones por estos lares. Una, que se pone en bolas frente a la perfecta desconocida de Gladys, en esos boxes dignos de caballos en los cuales te tratan como si fueras exactamente un equino. Minga que esta muchacha va a tener cuidado con el conjunto de ropa interior elegido ( no el mejor, porque te lo llena de cera; tampoco el peor, porque esta “una” tiene su dignidad)
—Pierna entera, cavado, tira de cola y axilas (ya que estaba, la hacía completa)
Así padecía mi humanidad, abierta de gambas ensayando las extrañas posiciones que te hacen tomar estas señoritas, con el palito o broche que te encajan en la bombacha para alejarla de los pelos que, dicho sea de paso, cuántas pelvis habrá tocado, mirando la lechera industrial que contiene la cera. Yo, que me aguantaba ésa con miel y jojoba hirviendo porque estaba apurada y ésta, que me deja en posición de parto, diciendo: —Mami, disculpáme un minuto— Ese minuto fueron como cinco, durante los cuales, para matar el tiempo, pensaba que estos lugares deben ser los únicos en los que te pegan para que no te duela.
Decía que así se encontraba denigrada mi humanidad, cuando vinieron a mi mente las discusiones, referidas a los pelos, que mantengo con mi marido:
—Vos te depilás a lo sumo dos veces al mes.
—Vos te afeitarás todos los días, pero sin dolor y tranquilo en casa.
Y así seguían las eternas pulseadas de sacrificio macho-fémina.
Me cago en la liberación femenina. Se supone que el hombre cuantos más pelos tiene más macho es y, de última, si se hartan de afeitar, dejan que les crezca la barba.
Nosotras, cuantos más pelos tenemos, más descuidadas y roñosas se supone que somos.
En fin, a él a lo sumo le dirían: —¡ Te dejaste crecer la barba!, si hasta te hace más joven.
Imaginen si una desistiera del tema: —¡Nena, me pinchás, mirá los cardos que tenés! (previo habernos propuesto hacer uso de la sotana del Padre Juan)
Definitivamente, a las mujeres de nuestro país se nos complica un tanto liberarnos del mandato lampiño.
El tema estrujó mi cerebro durante la semana, atrapada en una crisis de envidia por la libertad con la que muestran su cuerpo y extensiones capilares incluidas algunas damiselas del viejo continente.
Pleno verano. Vestidito onda Jackie sin mangas: —¡Taxi! —grita una francesa mientras levanta un brazo y deja asomar lo que ya podrían ser trenzas.
Ibiza. Otra desparrama, literalmente, su cuerpo desnudo al Dios febo (tan notorios son que, si no fuese por las tetas, costaría dilucidar el sexo).
Creo que antes de la próxima vez de que mi piel tenga que tomar contacto con la cera hirviente y cierre los ojos esperando el tirón, mientras Gladys o cualquier otra me grita —respirá — largo todo al carajo y me voy a vivir a Europa.



EPISODIO I. VEROANUS


Vero había vomitado la oración que provocó la imagen. Esa imagen giró en mi cabeza durante toda la semana.
Era martes, esos martes nuevos en mi vida de separada. Mis hijos se iban a la casa del padre y me encontraba con un tiempo vacío que, de alguna manera, necesité empezar a llenar. Sería de suponer que saldría a tomar algo con amigas, al cine, o a recorrer alguna vidriera. No, mi vida era completamente diferente, pero completamente igual.
Así es como enfilaba casi siempre para la casa de Vero, mi comadre, y compartía con ella el eterno ritual nocturno de toda mujer con marido e hijos.
Es muy cierto, al comprobarlo, de qué manera cambia la visión según el ángulo de donde se mire.
Estaba sentada tomando una cerveza, y observando, cómo una Vero desbordada, hacía lo mismo que yo había hecho durante años. — Cociné bifecitos con cebolla ¿a vos te sale bien el arroz en el microondas? Estoy apuradísima porque le dije a Ale que dejaba los chicos bañados, comidos y me iba al shopping a comprar el regalo de Pía, no te conté, pasé por esa feria de ropa tan famosa, ahora te muestro las gangas, ¡chicos, al agua!,¿probaste alguna vez ponerle queso crema a los bifes?, apaguen esa computadora, Joaco laváte el pelo ¿a qué hora cierra el shopping?
Yo miraba atónita una escena que me resultaba harto familiar.
La seguí hasta el baño, donde ya estaban pijamas y chinelas listos. Había terminado la lucha higiénica, con un eterno piso empapado, consecuencia de los también eternos juegos acuáticos
Es de saberse que, acompañando cada acto de una madre, existe una gran dosis de educación. Por eso, un baño no es sólo un baño, es también una lección de:
Puericultura: —Secáte bien entre los dedos, que si no, vas a tener hongos.
Economía: —No dejes el jabón en el agua, se deshace y dura dos días.
Seguro de vida: —Agarráte del barral para no resbalarte, o te rompés la cabeza, y terminamos en el sanatorio, sólo porque a vos se te ocurrió dar demostraciones de danzas en la bañera.
Historia: — ¡Ustedes se quejan porque se tienen que bañar! Qué hubiese dado esa pobre gente del siglo pasado, que tenía que acarrear tachos desde el río a falta de agua corriente.
Pero, por sobre todo, una clase de amor. Nada más hermoso que poder acariciar sus cuerpos cuando todavía no existen pudores.
Fue la bendita frase de Vero que terminó con mi disertación mental sobre el baño:—¡Me falta el plumero en el culo! —gritó totalmente empapada.
No pude contener la risa. Era el corolario de la imagen perfecta de las tan denigradas Amas de casa.
Sí, podría aprovechar y, con el plumero en el culo, quitarles tierra a los muebles mientras les pone el pijama a los chicos. O se podría poner en el culo la escoba y barrer al mismo tiempo que controla si le salió bien el arroz en el microondas. Por qué no el lampazo y limpiar el patio mientras tiende la ropa.
No fuimos al shopping. Obviamente, se hizo tarde.
Volviendo a casa, no entendía cómo pueden resultarme tan vacíos mis tranquilos martes por la noche.


Estarán esperando un final de historia tipo Ave Fénix, el renacimiento de la sometida Ama de Casa:
A saber; por tanto usar a la fuerza los elementos de limpieza en el culo Vero nota una inquietante sensación que literalmente inquieta su "parsimonia doméstica". Una noche, abre la puerta. Sale. La cierra con furia, poniendo llave a educaciones, bifecitos, plumeros e intentos de shopping. Ahora retomó exitosamente la carrera laboral que había pospuesto en pro del núcleo familiar, se enganchó con un yuppie soltero, le dejó los hijos al marido (los visita martes y jueves) se la pasa de Spa /After Hours/ Pilates y vive de compras.
Pero no. No fue así.
Vero sigue feliz en su hogar, incluídos baños, cónyuge, comidas y demás yerbas.
En realidad, el plumero logró fotalecer esta relación de pareja. Su marido consigue ahora "eso" que durante tantos años le había pedido y ella se negaba a entregarle por su estrechez.



BUENA PASTA


Hierve el agua de la olla. Hace rato.
Como los vidrios de la cocina están empañados, intenta dibujitos con un dedo. Después, con la palma de la mano borra todo y se seca con el repasador que cuelga de su cintura. Ahora se sienta y mira a través del claro que dejó en la ventana. Afuera es invierno. Los árboles desnudan las últimas hojas, ella acompaña el baile con la mirada.
Recoge sus piernas sobre la silla y las toma entre sus brazos.
El agua sigue hirviendo y ella, mirando al jardín.
Estira un brazo, agarra el lápiz que está sobre la mesa y le sacude un pedazo de las cebollas que quedaron a medio picar. Hace garabatos en una servilleta de papel. Se le rompe la mina y con el cuchillo con el que estaba picando, la hace aparecer. Bien puntiaguda, como le gusta.
Cuando pone otra vez el lápiz sobre la mesa, su vista se desvía hacia el montón de papeles que descansan entre el intento de tuco, y rompe a llorar
Lo encontró hace un rato. Estaba poniendo a lavar la ropa con la que su marido había jugado al fútbol. Ahí estaba el sobre, en el fondo del bolso:
“Concurso Interamericano de novela / Apartado de correo 4732/Guadalajara. México”
Cinco años escribiendo sobre la mesa de la cocina. Papeles que, si olieran, hederían a pausa entre fritura de milanesas y, si sonaran, tendrían el acompasado ritmo del lavarropas. Si lloraran, llorarían el llanto del bebé que nunca vino, gemirían la tristeza de lo que se es. Si hablaran, sólo sería de futuro nuevo.
Ganadora segura, le habían anticipado los entendidos que la leyeran. Bailaron los tomates, se sacudió el lavarropas al ritmo de un rock que entonaron las papas y cantó ópera el repasador.
—Gorda, llegué. ¿Para cuándo la cena?
Entra a la cocina, donde su esposa, sin mirarlo, recomienza con las tareas culinarias.
—¿Mandaste el sobre que te di?
—¿Qué sobre?
—El de mi novela, para el concurso.
—Me olvidé, lo mando mañana.
—La recepción cerró anteayer.
Él le pellizca la cola, y sonriendo dice:
—Gordita, otra vez será. Me voy a tirar un rato, despertáme cuando la cena esté lista.
Ella larga el cuchillo y se limpia las manos en el delantal.
La poca agua que queda en la olla sigue hirviendo.
Está parada, mirando nuevamente a través de la ventana. Después de un largo rato, toma el lápiz que había dejado sobre la mesa y, con el extremo que suele morder cuando escribe, dibuja espirales lentos sobre el vidrio. Lentos, muy lentos, como siguen cayendo afuera las últimas hojas.
Ahora toma una silla, la pone detrás de la puerta, se sube y levanta un brazo.
—La mesa está servida —grita.
Escucha los pasos. Puede adivinar las chinelas que lleva puestas. Unos segundos más y cruzará el umbral.
Aparece, escucha un ruido, se da vuelta y mira incrédulo a su mujer que, subida en una silla, esgrime el lápiz que le clavará entre los ojos.
Ella observa desde lo alto cómo él, lentamente, comienza a caer.
Baja. Se acerca a la mesa y recoge los papeles. Extrae el lápiz del entrecejo de su marido que yace en el suelo. Impregna la punta con la sangre que surca su rostro y escribe color carmín en el sobre: “Primer Premio”.
Apaga el fuego de la olla, se saca el delantal y dice: —Querido, me voy a descansar.

(Jodido carajearle los sueños a una hembra)



JUEGO DE NIÑOS


Lo arrastro. Deliberadamente. Arremeto contra el gentío del shopping.
Mi hijo mira incrédulo a la transtornada que lo lleva de la mano (yo, su madre).
La carrera no es a tontas y a locas. En cinco minutos cierra la juguetería.
Me cago en todos los próceres. Maldita espada.
— Mi amor, ya me recorrí todas las casas de disfraces y no la encontré. ¿ No es lo mismo si te la hago con cartón?
— Mami, me eligieron para actuar de Belgrano. No me hagas pasar papelones. En la juguetería del shopping la mamá de...
Y acá estamos. Los materiales del subdesarrollo ya no los convencen.
La madre propone y los hijos disponen. Todo un horror para la psicología, pero no lo he podido revertir, aún. Provengo de la generación “La culpa está primero”.
Fue así como, posponiendo el trabajo que pensaba hacer después del trabajo, terminé con el auto estacionado en el nivel siete, y el local en cuestión está en el subsuelo.
Deliberadamente, sí, lo arrastro.
Son seis niveles, escaleras abajo, en las cuales no le advierto, como normalmente hago, de los peligros de estos monstruos mecánicos. Imagino los dedos de su pie destrozados entre los dientes de los escalones y yo que le grito: —Pedíle a Belgrano que te compre la espadita, porque tu madre tenía que seguir trabajando, y ahora no termino ni de madrugada, el techista viene al alba para dar fin a la tortura que me significa la gotera que hay sobre tu computadora. Porque tuve que dejar el auto en bajada por si no arranca y el único lugar en bajada que encontré fue seis pisos más arriba. Pedíle a Belgrano que haga magia para llegar a pagar la boleta del gas que vence mañana (planta baja, ya llegamos, falta poco) previo haber ido a verte actuar (si no, se me estruja el alma de imaginarte solito), cual equeco, cargando la filmadora, la máquina de fotos, los tres termos de chocolate caliente y las tortas fritas que tengo que hacer en cuanto volvamos, para que compartas con tus compañeros de curso (ya la veo, ahí está la bendita juguetería) y no estoy loca, estoy exhausta. ¡Corré, hijo, corré, que cierran el negocio!
—¡Querida, tanto tiempo!
La madre de mi jefe.
—¿Este es el mayorcito? Pero si es idéntico a tu marido.
Ex, señora, ex, tenía ganas de gritarle. Mutis. No tengo tiempo. Me ahorro las explicaciones. Parece que mi primogénito va a emitir algún sonido, entonces lo pateo, poniéndole cara de, si hablás, te asesino.
Le pellizca los cachetes, cosa que odia profundamente, y a él se le transforma la cara. En este momento desearía que no fuera tan educado como le enseñé, y le gritara: — ¡Vieja, largáme la cara y rajá, que tengo que comprar la espadita!
Ella sigue hablando. Yo miro de reojo. Veo cómo cierra la puerta del local. La cara se me transfigura ahora a mí. Tengo ganas de tirarme al piso, llorar, hacer capricho, patalear. Pero no. Empiezo a pensar cómo demonios voy a hacer para comprar la famosa arma en cuestión. Porque mi hijo sabe que, sea como sea, la va a tener.
Y blandirá feliz su sable frente a la audiencia escolar. Sin enterarse, quizás, que la madre después de haberla conseguido (aún a costa de que el precio fuera entregar su cuerpo) y depositado en el colegio junto con los termos, las tortas fritas, y algún alma caritativa que encontró para que filmara al nene, huirá raudamente a internarse en el psiquiátrico. Y en la primera visita al nosocomio, él niño le dirá: —Sos una mala, mami, no fuiste al acto.
—¿ Qué querés ser cuando seas grande? — le pregunta, sosteniéndolo aún de los cachetes.
Yo me río. Veo a mi hijo totalmente despreocupado que, después de escapar de las garras de esta mujer se dirije a las prohibidas escaleras mecánicas, no sin antes deslizar un: — Mami, apuráte que tengo hambre.
Pienso en el maratón descomunal que a veces es mi vida, en el cansancio que arrastro por momentos. Y sé perfectamente que, si a esta altura de un partido en el cual no ceso de atajar penales, alguien me hiciera esa pregunta, no vacilaría ni un instante al emitir la respuesta: — Cuando sea grande, quiero ser chico.



HUMANIDADES


Hace rato que la espío.
No puedo resistirme a la tentación. Habíamos quedado en salir a cenar para festejar nuestro aniversario. Lo charlamos en varias oportunidades pero, a mi pesar, nada de casamiento. Ella se rehúsa argumentando la pérdida de pasión que provoca la convivencia.
Hace rato que la espío.
Acaricio con ansia los anillos que sellarán el comienzo de mi nueva vida. Hoy, definitivamente, voy a lograr convencerla.
Me detuve justo cuando iba a tocar el timbre porque la vi por el ventanal del living que da al jardín.
No puedo evitar observarla cual voyeur. Esa hembra, va a ser “mi mujer”.
Disfruto a escondidas, lo que resulta más sorprendente, de la maravilla que tantas veces atesoré entre mis brazos.
Es un ser de una delicadeza extrema. La blusa que tiene puesta deja asomar sus generosos pechos desnudando esa piel tersa que me embruja. Jamás había conocido a alguien con sabor a jengibre. De un terciopelo casi sublime es todo su cuerpo. De volátiles podría calificar sus gestos, adorablemente suaves. Acordes a la exquisitez de su laya.
Hace rato que la espío.
Está sentada en su sillón favorito, leyendo. Tiene las piernas cruzadas de esa manera tan sensual que le es propia y asoman, prepotentes, sus muslos por el tajo de la pollera. Desde lejos puedo olerla. Adivino su olor. Se estremece ferozmente mi hombría.
Sigue leyendo. Sus delicados dedos, esas uñas carmín que tantas veces sentí clavarse en mi espalda, van pasando las páginas. Apoya el libro sobre su falda y toma la copa que tiene enfrente, bebe. Siento rabiosos celos del líquido que le va penetrando el cuerpo. Los labios se humedecen y ella los recorre con su lengua. Deja la copa.
Ya casi no resisto entrar y abalanzarme con pasión animal sobre mi preciosa mujer.
Mi Afrodita cierra el libro, lo toma con la mano derecha; así, sentada, inclina su torso levemente para ese lado. Y se raja un pedo colosal.
Adivino ahora otro olor. Salgo a la calle iracundo, sintiéndome totalmente engañado y arrojo desde el auto los anillos.
Jamás se me había pasado por la cabeza pensar que las mujeres perfectas, también son humanas.



Sin Handicap


"No es es cierto, señor, no lo crea
las mujeres no vuelan...
son todas terrestres, pedestres
y sangrantes...”
Esteban Charpentier



No es verdad, caballero, que no volemos.
Es que vivimos ocultando nuestras alas. Las que hemos tenido cría, sobre todo, en un intento denodado por preservarla.
¡Que vaya si las tengo! Por las noches, al desplegarlas, las acaricio con apasionada dulzura; y mientras mis pichones duermen emprendo vuelos violentamente rasantes.
Muchas veces, la luz del día me sorprende revolcándome entre nubes. Entonces las doblo con una loca prolijidad (— ¡Que el sol no las vea, que no me las robe!—) Y vuelvo a ser terrestre, pedestre, y sangrante. Dentro de mis posibilidades, porque sé, que cierta anomalía a la altura de los omóplatos, me delata.
Es así, como esta mujer celeste, termina saliendo a diario a ejercitar los pies que posa sobre el planeta.
No vale ahondar en ejemplos harto conocidos de realidades terrenas concretas, que el genio de mi terapeuta resume tan “sabiamente” (las realidades concretas, digo) A saber: que estoy viva, y que me voy a morir. El padre, hijos, Espíritu Santo y lo difícil que resulta intentar ser cómo soy, pareciera ser que no lo registró entre su lista de mis concreciones a tratar.
En fin. Habemos ciertas que volamos, es más, veneramos el acto, aún a riesgo de ser carne de honda. Eso sí, protegidas por la oscuridad nocturna para no ser vistas y, por consiguiente, los que nos rodean y aman puedan seguir teniendo una existencia mínimamente normal (— ¡La mamá de Pirulito vuela!—, pobres hijos, si alguien se entera, les cagué la vida)
De paso, le comento que Oliverio Girondo, metió anche en mi ridícula cabeza de enamorada, la idea de que un hombre podía emular el actus.
Por eso ahora, cuando llueve, estoy sola, prendo la chimenea; cuando me entrego a Chopin, Boccelli o Sting y descorcho el mejor vino berreta que el magro bolsillo de esta magra mujer puede amor-tizar, no salgo como usted a buscar. No es mi estilo.
Simplemente los imagino y, yo también, les susurro al oído: — ¿Sos vos el otro que me va a lastimar... sos vos?
A veces, pagamos muy caro, esto de poder volar.

(Hombres necios que acusáis, a la mujer sin razón...)